Nacido el 6 de abril de
1915 en Wielepole y muerto en Cracovia el 8 de diciembre de 1990, este
polaco, hijo de padre judío y de madre católica, resume, en su creación y
su figura, la angustia derivada de la imposibilidad de todo lenguaje y
de toda representación. Pintor, autor, escenógrafo y director, empezó su
actividad teatral dirigiendo, en 1937, una obra de Maeterlinck. Durante
la segunda guerra mundial fundó el teatro clandestino Tear Niezalezny.
En 1948 obtuvo una cátedra en la Academia de Bellas Artes y trabajó como
figurinista en Teatr Stary. A comienzos de los años cincuenta fundó el
Teatro Experimental Cricot 2, que quería continuar la experiencia del
teatro polaco de vanguardia: un teatro amateur y autónomo, que intentaba
liberarse de las ataduras impuestas por el texto recurriendo tanto a
elementos musicales como a los usos y manifestaciones de lo ritual. La
escenificación de las obras surrealistas de Stanislaw Ignacy Witkiewicz
fue para él como un descubrimiento y una obsesión que le duró casi diez
años. En 1965 empieza a explorar las posibilidades del happening y, diez
años después, inicia lo que uno de sus textos teóricos llama teatro de
la muerte.
Se dice que Kantor desidealiza el tiempo y que, al poner todo en clave grotesca, practica algo así como “un arte de la profanación”. Uno de sus estudiosos, Guy Scarpetta, ha llegado a escribir que lo que hace Kantor es “una escritura escénica de la corrupción generalizada”. Y algo de eso hay, aunque con resquicios de humor y con una absoluta descreencia histórica, que algunos explican tanto por su contexto como por su tradición. Figuran en ésta Goya, Artaud y Thomas Bernhard: el Goya de los Caprichos y Los desastres; el Artaud que hace corrosivo lo burlesco; y el Bernhard que caricaturiza lo autobiográfico hasta despojarlo de toda nostalgia sentimental. Su tendencia al exceso y su rechazo de la medida y de la norma lo emparentan también con Valle-Inclán. Lo mismo puede decirse de su visión de lo sagrado y de su carnavalesco tratamiento de lo metafísico.
Su testamento está en Je reviendrai jamais, donde recoge personajes y elementos de todas sus obras anteriores y que ha sido considerada la Danza de la Muerte de nuestro tiempo. En ella Kantor utiliza como materiales los restos del naufragio de la civilización occidental. Quien se había iniciado en la línea de los futuristas, de los constructivistas y del Dadá, hizo de ellos y de los autores que tomó como maestros -Craig, Meyerhold, Piscator, Artaud y la Bauhaus- la plaforma-base de un tipo de espectáculo que iba a convertirse en un acontecimiento y que estaba llamado a ser una conmoción. En 1972 introdujo el desnudo femenino de una princesa ninfómana en Les Cordonniers, mezcló autores franceses y polacos e hizo un guiño escatológico a Wyspiansky. En 1977 inicia lo que llama “sesiones dramáticas”: “personajes sin psicología -escribe Jean-Pierre Leonardini- que llevan una especie de prêt-à-porter mental”.
La classe morte se inspira en Las tiendas de canela y El Sanatorio, de Bruno Schulz, que aprovecha para hacer una crítica feroz del realismo socialista. Y, tras colocarnos ante la cámara oscura del determinismo, construye Wielepole-Wielepole (1980) a partir de una vieja foto de familia. Ensaya allí una coreografía reiterativa y realiza una ordenación plástica de todo lo simbólico. Antes había hecho “teatro independiente”, “teatro informal” y “teatro imposible”. Había llegado al “teatro cero”: a un punto cerrado y casi inaccesible. En otros momentos de su vida había hecho creaciones que casi parecían gamberradas: en 1971, hizo erigir en Oslo una silla de cemento de 14 metros de altura; antes, el 21 de enero de 1967 había enviado desde Varsovia una carta, timbrada y estampillada, de 14 metros de largo, 2"5 de ancho y 87 kilogramos de peso, para cuyo franqueo fue precisa la presencia de siete funcionarios de correos; después experimentó con embalajes humanos. Kantor fue hijo legítimo de las vanguardias, que reinterpretó a su modo y manera. Ha sido llamado “magnetizador social”, “gran técnico de lo efímero” y “soberbio conquistador de lo inútil”. Como Gerhard Stadelmaier escribió a su muerte, el teatro último de Kantor parecía una misa, celebrada en la Iglesia de la incredulidad.
Se dice que Kantor desidealiza el tiempo y que, al poner todo en clave grotesca, practica algo así como “un arte de la profanación”. Uno de sus estudiosos, Guy Scarpetta, ha llegado a escribir que lo que hace Kantor es “una escritura escénica de la corrupción generalizada”. Y algo de eso hay, aunque con resquicios de humor y con una absoluta descreencia histórica, que algunos explican tanto por su contexto como por su tradición. Figuran en ésta Goya, Artaud y Thomas Bernhard: el Goya de los Caprichos y Los desastres; el Artaud que hace corrosivo lo burlesco; y el Bernhard que caricaturiza lo autobiográfico hasta despojarlo de toda nostalgia sentimental. Su tendencia al exceso y su rechazo de la medida y de la norma lo emparentan también con Valle-Inclán. Lo mismo puede decirse de su visión de lo sagrado y de su carnavalesco tratamiento de lo metafísico.
Su testamento está en Je reviendrai jamais, donde recoge personajes y elementos de todas sus obras anteriores y que ha sido considerada la Danza de la Muerte de nuestro tiempo. En ella Kantor utiliza como materiales los restos del naufragio de la civilización occidental. Quien se había iniciado en la línea de los futuristas, de los constructivistas y del Dadá, hizo de ellos y de los autores que tomó como maestros -Craig, Meyerhold, Piscator, Artaud y la Bauhaus- la plaforma-base de un tipo de espectáculo que iba a convertirse en un acontecimiento y que estaba llamado a ser una conmoción. En 1972 introdujo el desnudo femenino de una princesa ninfómana en Les Cordonniers, mezcló autores franceses y polacos e hizo un guiño escatológico a Wyspiansky. En 1977 inicia lo que llama “sesiones dramáticas”: “personajes sin psicología -escribe Jean-Pierre Leonardini- que llevan una especie de prêt-à-porter mental”.
La classe morte se inspira en Las tiendas de canela y El Sanatorio, de Bruno Schulz, que aprovecha para hacer una crítica feroz del realismo socialista. Y, tras colocarnos ante la cámara oscura del determinismo, construye Wielepole-Wielepole (1980) a partir de una vieja foto de familia. Ensaya allí una coreografía reiterativa y realiza una ordenación plástica de todo lo simbólico. Antes había hecho “teatro independiente”, “teatro informal” y “teatro imposible”. Había llegado al “teatro cero”: a un punto cerrado y casi inaccesible. En otros momentos de su vida había hecho creaciones que casi parecían gamberradas: en 1971, hizo erigir en Oslo una silla de cemento de 14 metros de altura; antes, el 21 de enero de 1967 había enviado desde Varsovia una carta, timbrada y estampillada, de 14 metros de largo, 2"5 de ancho y 87 kilogramos de peso, para cuyo franqueo fue precisa la presencia de siete funcionarios de correos; después experimentó con embalajes humanos. Kantor fue hijo legítimo de las vanguardias, que reinterpretó a su modo y manera. Ha sido llamado “magnetizador social”, “gran técnico de lo efímero” y “soberbio conquistador de lo inútil”. Como Gerhard Stadelmaier escribió a su muerte, el teatro último de Kantor parecía una misa, celebrada en la Iglesia de la incredulidad.
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